Nació el 24 de junio de 1987 en Rosario, Santa Fe, Argentina. Tiene ascendencia italiana; su bisabuelo paterno llegó a Argentina en 1883. Criado en el seno de una familia humilde, es hijo de Jorge Horacio Messi, trabajador de una fábrica, y de Celia María Cuccittini, una limpiadora a media jornada. Su peso al nacer fue de 3 kilos y midió 47 centímetros. Tiene dos hermanos y una hermana. Messi no es Argentino.
Le costaban las matemáticas a Lío en aquel séptimo grado de la escuela Las Heras. Se dispersaba, miraba el patio por la ventana, esperaba esos recreos de picados con pelotas improvisadas que él mismo preparaba y guardaba en el bolsillo de su delantal.
De pronto, un concepto en la clase de geometría llamó su atención: “entonces queda claro que el camino más corto entre dos puntos es una recta” afirmó la maestra, y para aquel pibe de Rosario, esa fue una gloriosa lección de fútbol, una que marcaría sus días en las canchas.
Messi representa todo lo que quiero para mi país. Honestidad, humildad, eficiencia.
Jamás simula una falta. Aún más: si puede las evita. Que nada le impida seguir jugando. No pide tarjetas para sus adversarios ni discute ampulosamente con los árbitros. Respeta a los rivales, no agravia con sus declaraciones y es buen compañero, dentro y fuera de la cancha.
Justamente son estas virtudes las que los argentinos medio le recriminamos. “Le falta picardía” decimos, esa con la que por estas pampas pretendemos compensar la falta de talento.
Tampoco nos satisface que, aún en la cima, mantenga intacta la humildad de sus primeros partidos.
Para muestra basta una anécdota: A los 17 años, con el número 30 en la espalda y sin salir en los 90 minutos del banco de suplentes, le pidió tímidamente la camiseta a su ídolo Pablo Aimar con la misma sencillez con la que lo hizo 8 años después, cuando ya era considerado el mejor del planeta.
Esa falta de soberbia no nos conmueve. La vemos como un defecto. Preferimos adjudicarla a un carácter débil o a nuestra muletilla preferida: “es un pecho frío”, término con el que pretendemos dar por finalizadas todas las conversaciones plateístas sobre fútbol.
Y como si no bastara con que nos llene los ojos de fútbol con su magia única, le inventamos un listado de menosprecios que nos permiten rebajarlo, a saber:
1. “En Barcelona juegan contra equipos insignificantes, los defensores apenas lo marcan” enrostramos a quien se cansó de ser determinante en los triunfos de su equipo frente al Real Madrid, Bayer Munich y todos los grandes de las ligas más competitivas del mundo.
2.“Juega en estadios sin espíritu futbolero, todos sentados, parecen teatros” criticamos, como si solo valiera sobrevivir en nuestros circos romanos, donde se pide sangre a gritos y, cada vez más seguido, es lo que se consigue.
3.“Es un fenómeno de club, en la selección nunca rindió” exigimos a quién con la celeste y blanca ya hizo más goles que el Diego y va camino a superar a Batistuta.
4. “En el último Mundial tuvo la posibilidad de hacernos campeones y desapareció cuando más lo necesitábamos” murmuramos, como si no hubiera sido determinante en las eliminatorias y en la primera ronda, como si no hubiésemos salidos segundos, o porque compramos eso de que ser segundos no sirve, como si fuéramos primeros en algo el resto de nosotros.
Con esta batería de argumentos, que habla más de nosotros que cualquier folleto turístico, nos la arreglamos para bastardear a un genio, en lugar de agradecer al dios del fútbol por habernos permitido ser contemporáneos.
Y si aún estos argumentos no fueran suficientes, le encontramos defectos adicionales extra-futbolísticos: no es hábil declarante, no habla en tercera persona de sí mismo y no canta el himno, como si la patria viviera en una canción.
No lo queremos porque nos muestra lo que pudimos ser y no somos.
Por eso puedo disfrutar de sus diagonales imparables, esas que aprendió en aquella clase de geometría, la del camino más corto entre dos puntos. De su repentización, que lo hace tomar decisiones en fracciones de segundo que, para cuando son interpretadas, ya es hora de buscar la pelota adentro del arco. De sus pases entre líneas, sus centros precisos, su capacidad infinita de reinventarse cuando parece que no tiene más para dar.
De lo que no puedo disfrutar, es de sentir que pertenecemos a la misma nacionalidad.
En los hechos, somos las antítesis.
Por más pruebas de lealtad que nos siga dando, eligiendo una y otra vez a la selección por sobre todas las cosas, tenemos que entender que Messi, no es argentino.
Fuente: esnoticia.co
Le costaban las matemáticas a Lío en aquel séptimo grado de la escuela Las Heras. Se dispersaba, miraba el patio por la ventana, esperaba esos recreos de picados con pelotas improvisadas que él mismo preparaba y guardaba en el bolsillo de su delantal.
De pronto, un concepto en la clase de geometría llamó su atención: “entonces queda claro que el camino más corto entre dos puntos es una recta” afirmó la maestra, y para aquel pibe de Rosario, esa fue una gloriosa lección de fútbol, una que marcaría sus días en las canchas.
Messi representa todo lo que quiero para mi país. Honestidad, humildad, eficiencia.
Jamás simula una falta. Aún más: si puede las evita. Que nada le impida seguir jugando. No pide tarjetas para sus adversarios ni discute ampulosamente con los árbitros. Respeta a los rivales, no agravia con sus declaraciones y es buen compañero, dentro y fuera de la cancha.
Justamente son estas virtudes las que los argentinos medio le recriminamos. “Le falta picardía” decimos, esa con la que por estas pampas pretendemos compensar la falta de talento.
Tampoco nos satisface que, aún en la cima, mantenga intacta la humildad de sus primeros partidos.
Esa falta de soberbia no nos conmueve. La vemos como un defecto. Preferimos adjudicarla a un carácter débil o a nuestra muletilla preferida: “es un pecho frío”, término con el que pretendemos dar por finalizadas todas las conversaciones plateístas sobre fútbol.
Y como si no bastara con que nos llene los ojos de fútbol con su magia única, le inventamos un listado de menosprecios que nos permiten rebajarlo, a saber:
1. “En Barcelona juegan contra equipos insignificantes, los defensores apenas lo marcan” enrostramos a quien se cansó de ser determinante en los triunfos de su equipo frente al Real Madrid, Bayer Munich y todos los grandes de las ligas más competitivas del mundo.
2.“Juega en estadios sin espíritu futbolero, todos sentados, parecen teatros” criticamos, como si solo valiera sobrevivir en nuestros circos romanos, donde se pide sangre a gritos y, cada vez más seguido, es lo que se consigue.
3.“Es un fenómeno de club, en la selección nunca rindió” exigimos a quién con la celeste y blanca ya hizo más goles que el Diego y va camino a superar a Batistuta.
4. “En el último Mundial tuvo la posibilidad de hacernos campeones y desapareció cuando más lo necesitábamos” murmuramos, como si no hubiera sido determinante en las eliminatorias y en la primera ronda, como si no hubiésemos salidos segundos, o porque compramos eso de que ser segundos no sirve, como si fuéramos primeros en algo el resto de nosotros.
Con esta batería de argumentos, que habla más de nosotros que cualquier folleto turístico, nos la arreglamos para bastardear a un genio, en lugar de agradecer al dios del fútbol por habernos permitido ser contemporáneos.
Y si aún estos argumentos no fueran suficientes, le encontramos defectos adicionales extra-futbolísticos: no es hábil declarante, no habla en tercera persona de sí mismo y no canta el himno, como si la patria viviera en una canción.
No lo queremos porque nos muestra lo que pudimos ser y no somos.
Por eso puedo disfrutar de sus diagonales imparables, esas que aprendió en aquella clase de geometría, la del camino más corto entre dos puntos. De su repentización, que lo hace tomar decisiones en fracciones de segundo que, para cuando son interpretadas, ya es hora de buscar la pelota adentro del arco. De sus pases entre líneas, sus centros precisos, su capacidad infinita de reinventarse cuando parece que no tiene más para dar.
De lo que no puedo disfrutar, es de sentir que pertenecemos a la misma nacionalidad.
En los hechos, somos las antítesis.
Por más pruebas de lealtad que nos siga dando, eligiendo una y otra vez a la selección por sobre todas las cosas, tenemos que entender que Messi, no es argentino.
Fuente: esnoticia.co